Llovía. Unos tenues rayos de sol se filtraban entre las nubes que, con ligereza, vaciaban su contenido hacia un suelo húmedo, lleno de hojas. Unas marchitas, otras caídas recientemente. Las ramas desnudas de los árboles se abrazaban y anastomosaban. A lo lejos sonaba el suave rumor de una cascada, creada, tal vez, por la crecida del río ante el temporal acaecido la noche pasada. Un día como otro cualquiera, tal vez, pero era Navidad. En un banco, totalmente mojado y lleno de musgo, estaba Ella, esperando. Igual que esperó los últimos cuatro años. Igual que esperaba desde aquel día en el que la vida se lo arrebató todo: pertenencias y sentimientos. No tiene nada, ni nadie por quién sufrir, y aunque lo tuviera no lo haría. Sus manos posadas quedamente sobre el regazo, su rostro sin expresión, sus ojos vacíos entornados hacia el infinito. Esperando. Su cara, de niña joven; su rostro de vejez absoluta. Su cuerpo, sin señal alguna de agotamiento físico; más su presencia, sí, su sola presencia, te contagiaba de un cansancio espiritual tal que si hubieras vivido cien años. Esperando. Tal vez a una persona, tal vez un sentimiento. Y a su alrededor todo estaba en silencio. Esperando una blanca y feliz Navidad, que no llegaría nunca.
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